La
llorona convertida en el espíritu vagabundo de una mujer que lleva un niño
en el cuadril, hace alusión a su nombre porque vaga llorando por los
caminos. Se dice que nunca se le ve la cara y llora de vergüenza y
arrepentimiento por lo que hizo a su familia.
Quienes le han visto dicen que es
una mujer revuelta y enlodada, ojos rojizos, vestidos sucios y deshilachados.
Lleva entre sus brazos un bultico como de niño recién nacido. No hace mal a la
gente, pero causan terror sus quejas y alaridos gritando a su hijo.
Las apariciones se verifican en
lugares solitarios, desde las ocho de la noche, hasta las cinco de la mañana. Sus
sitios preferidos son las quebradas, lagunas y charcos profundos, donde se oye
el chapaleo y los ayes lastimeros. Se les aparece a los hombres infieles, a los
perversos, a los borrachos, a los jugadores y en fin, a todo ser que ande
urdiendo maldades.
Dice la tradición que la
llorona reclama de las personas ayuda para cargar al niño; al recibirlo se
libra del castigo convirtiéndose en la llorona la persona que lo ha
recibido. Otras eversiones dicen que es el espíritu de una mujer que mató por
celos a la mamá y prendió fuego a la casa con su progenitora dentro, recibiendo
de ésta, en el momento de agonizar la maldición que la condenara: "Andarás
sin Dios y sin santa María, persiguiendo a los hombres por los caminos del
llano".
Durante la guerra civil, se estableció
en la Villa de las Palmas o Purificación, un Comando General, donde
concentraban gentes de distintas partes del país.
Uno de sus capitanes, de conducta
poco recomendable y que encontraba en la guerra una aventura divertida para
desahogar su pasado luctuoso de asalto y crimen, se instaló con su esposa en
esta villa, que al poco tiempo abandonó para seguir en la lucha.
Su afligida y abandonada mujer se
dedicó a la modistería para no morir de hambre mientras su marido volvía y
terminaba la guerra.
Al correr del tiempo las gentes
hicieron circular la noticia de la muerte del capitán y la pobre
señora guardó luto riguroso hasta que se le presentó un soldado que formaba
parte del batallón de reclutas que venían de la capital hacia el sur, pero que
por circunstancias especiales, debía demorar en aquella localidad algunas
semanas.
La viuda convencida de las
aseveraciones sobre la muerte de su marido, creyó encontrar en aquel
nuevo amor un lenitivo para su pena, aceptó al joven e intimó con él.
Los días de locura pasional
pasaron veloces y nuevamente la costurera quedó saboreando el abandono, la
soledad, la pobreza y sorbiéndose las lágrimas por la ausencia de su amado.
Aquella aventurera dejó huellas
imborrables en la atribulada mujer, porque a los pocos días sintió palpitar en
sus entrañas el fruto de su amor.
El tiempo transcurría sin tener
noticias de su amado. La añoranza se tornaba tierna al comprobar que se
cumplían las nueve lunas de su gestación.
Un batallón de combatientes
regresaba del sur el mismo día que la costurera daba a luz un niño flacuchento
y pálido. Aquel cartucho silencioso y pobre se alegró con el llanto del
pequeñín.
Al atardecer de aquel mismo día,
llegó corriendo a su casa una vecina amiga, a informarle que su esposo el
capitán, no había muerto, porque sin temor a equivocarse, lo acababa de ver
entre el cuerpo de tropa que arribaba al campamento.
En tan importuno momento, esa
noticia era como para desfallecer, no por el caso que pocas horas antes había
soportado, como por el agotamiento físico en que se encontraba. Miles de
pensamientos fluían a su mente febril. Se levantó decidida de su cama. Se
colocó un ropón deshilachado, sobre sus hombros, cogió al recién nacido, lo
abrigó bien, le agarró fuertemente contra su pecho creyendo que se lo
arrebatarían y sin cerrar la puerta abandonó la choza, corriendo con
dificultad. Se encaminó por el sendero oscuro bordeado de arbusto y protegida
por el manto negro de la noche.
Gruesas gotas de lluvia empezaron
a caer, seguía corriendo, los nubarrones eran más densos, la tempestad se
desato con más furia. La luz de los relámpagos le iluminaba el camino. La
naturaleza sacudía con estertores de muerte. La demente lloraba. Los arroyos
crecieron, se desbordaron. Al terminar la vereda encontró el primer riachuelo,
pero ya la mujer no veía. Penetró a la corriente impetuosa que la arrolló
rápidamente. Las aguas bramaron. En sus estrepitosos rugidos parecía percibirse
el lamento de una mujer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario